“Dios mío ¿por qué me sucedió a mí?” Quizás este sea el grito de exclamación que muchas veces le enviamos a Dios cuando nos han ocasionado algún daño irreparable: una violación, un secuestro, un daño físico, una separación, en fin, una herida que nos ha dejado con una lucha interior entre el dolor y la esperanza.
Cómo llegar a perdonar a nuestros agresores y a reconciliarnos con Dios y alcanzar la anhelada paz interior. En la lucha por seguir adelante, lo más importante es superar el trauma y el odio, ese odio que sin darnos cuenta va envenenando nuestra alma y haciéndonos cada vez más infelices.
Poco a poco, paso a paso debemos ir abriendo un espacio al resplandor del perdón. El proceso o transformación interior puede pasar de preguntarle a Dios y casi reclamarle ¿por qué permitió que me sucediera lo que me ocurrió? a una serena meditación y consulta ¿qué quieres de mí en esta situación?
Es aquí, donde empieza la lucha interminable que cada ser humano tiene que librar cada día para no dejarse llevar por el resentimiento. No se trata solo de una lucha para no dejarse arrastrar por esta emoción, sino una verdadera batalla para vencer el mal con el bien.
El perdón es el mejor bálsamo y el más eficaz para curar nuestras heridas espirituales. En la Jornada Mundial de la Paz 2002, Juan Pablo II hace un llamado a través del lema: “No hay paz sin justicia; no hay justicia sin perdón”, “La paz es la condición para el desarrollo, pero una verdadera paz es posible solamente con el perdón”.
Estas son las características del perdón que debe nacer de una decisión personal y esta producto de la libertad:
Perdonar es reconocer en uno mismo y en los demás la dignidad humana. No se impone ni a quien lo da ni a quien lo recibe. No se fuerza, es un acto de bondad gratuito.
Perdonar nace de la voluntad de sanar y crecer. No es olvidar, pero sí nos ayuda a seguir viviendo. Nos ayuda a vivir el presente caminando hacia un futuro más esperanzador.
sábado, 22 de diciembre de 2012
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