Pensemos por un momento que la historia humana es una película de cine. Rebobinemos el rollo y retrocedamos en el tiempo. En un principio, todos éramos negras y negros. Los antepasados de nuestra especie llamada “sapiens” evolucionaron en el África oriental, en climas muy calientes, y desde ahí emigraron a los demás continentes.
El color negro de la piel se debe a unas partículas llamadas melanina que nos protegen de los rayos ultravioleta irradiados por el sol. La melanina es un filtro protector que recubre nuestro cuerpo contra enfermedades a la piel.
Se debe destacar que la luz del sol convierte en vitamina D las sustancias grasas de la epidermis. Esta vitamina es indispensable para la absorción del calcio que da fortaleza a los huesos. Para resolver esta difícil situación —el peligro de cáncer por mucho sol y el peligro de descalcificación por falta de sol— la naturaleza fue modificando las tonalidades de la piel, más o menos morenas, más o menos claras, de acuerdo a la intensidad de los rayos solares.
Cuanto más se alejaban las poblaciones humanas de los climas tropicales, hacia el norte o hacia el sur, la melanina resultaba menos necesaria porque había menos sol. Entonces, la naturaleza favoreció el color blanco de la piel para absorber los pocos rayos solares que recibía y poder procesar vitamina D.
Y al revés, la naturaleza favoreció el oscurecimiento de la piel en las poblaciones que se instalaban en los climas tórridos. De esta manera, podían filtrar los rayos ultravioleta y procesarían vitamina D a partir de pescados y otros alimentos. La diferencia entre las razas humanas consiste en un poquito más o un poquito menos de melanina. Por tales razones, el racismo resulta anticuado y anticientífico, pues todos provenimos de un mismo tronco y de color negro.
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