viernes, 18 de enero de 2013

Los pensamientos son hijos de la palabra y nietos del oído

La palabra nos hace hombres y mujeres racionales. Sin ella, no pasaríamos de simpáticos primates. En definitiva, ¿qué nos distingue de ellos? El lenguaje, nuestro sistema de sonidos articulados que nos sirve para transmitir nuestras ideas.


Los animales también se comunican, los delfines nos siguen en inteligencia y los chimpancés llegan a dominar un repertorio de expresiones equivalente al diez por ciento del inglés básico. Pero nuestro código de símbolos es, enormemente, superior y nos permite efectuar un aprendizaje mucho más rápido, así como desarrollar a plenitud nuestras capacidades intelectivas.

Aprendemos a pensar hablando. La conciencia es un regalo de la comunidad, la recibimos de los demás, la construimos en el diálogo con otros y otras. Las palabras son como el beso del príncipe que despierta a las bellas ideas en el hemisferio izquierdo del cerebro, especializado en el lenguaje y en la imaginación. Y a ese santuario maravilloso donde se elabora el pensamiento, entramos por el umbral del oído.

Aprendemos a hablar escuchando. El oído es el pedagogo de la palabra. Como sabemos, los sordos son mudos. No pueden dar cuenta con la voz de lo que no han recibido mediante el sentido auditivo. El niño salvaje de la película de Truffaut no era sordo, pero como no se relacionó con seres humanos hasta la adolescencia, apenas imitaba el canto de los pájaros y los ruidos del bosque.

Así pues, los pensamientos son hijos de la palabra y nietos del oído. Esta maravillosa genealogía la desencadenamos al conversar con un amigo cara a cara o al interrelacionarnos con los demás. De ahí también la importancia de desarrollarla, incluso, desde el vientre materno y seguirla estimulando en nuestros primeros años.

En suma, el oído desarrolla el lenguaje y a su vez al pensamiento, no olvidar que los ojos pueden dejar de ver, pero los oídos no pueden dejar de escuchar.

   

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